jueves, febrero 28, 2008

Pedro, Henri, Piskouna, su hija, El Capitán, Antonio El Feroz,
Catherine y su hijo, Lisa, Pequeña Madre y niños, en el zoo de París.
Foto: Gustave Le Bon, septiembre 1881
Colección Société de Geographie de París


Once yámanas en el zoo de París

Ramsés Carvajal

Cuatro hombres, cuatro mujeres y tres niños pequeños yámanas (es decir, cuatro familias) fueron llevados en 1881 desde el Canal Beagle a París. La idea era estudiarlos y exhibirlos en los jardines zoológicos de las principales ciudades europeas como especímenes de una etnia en peligro de extinción. La imagen de este número es feroz: las fotografías de estos yámanas desterrados en su lugar de exhibición: el Jardín de Aclimatación del zoo parisino. Se trata de un documento gráfico de indudable valor. Las fotos que desgarradoramente acompañan este artículo forman parte de la Colección de la Fototeca del Musée de l’Homme de París, entidad que las publicó en su catálogo Cap Horn, reencontré avec les Indiens Yahgan (Éditions de la Martinière, París, 1995).

El año 1874, en Alemania, se inventó un nuevo espectáculo para satisfacer el ocio de las familias europeas: las “exhibiciones etnográficas”.

Presentarle al público rinocerontes o serpientes venenosas comenzó a parecer poca cosa. Y se encomendó entonces a mercaderes la importación de salvajes. Ese fue el nombre genérico que se les dio a los seres humanos que tenían la desgracia de pertenecer a una etnia remota, de quienes sólo se sabía por libros de viajes de intrépidos exploradores. Ahora había que conocerlos en carne y hueso.

Los mercaderes contrataron cazadores de hombres y, una vez consumada la caza, los embarcaron vivos en buques de carga. Llegados a Europa, los empresarios dueños de circos y zoológicos rentabilizaban doblemente esta mercancía: por un lado, los llevaban de gira por los zoos europeos para que el público viera en directo especímenes primitivos (presentándolos en hábitats parecidos al original, donde se les obligaba a hacer vida como si estuvieran en su lugar de origen), y por otro, los “alquilaban” a los principales científicos (sobre todo antropólogos) para que pudieran examinarlos a destajo.

En 1881 hubo una presentación de salvajes que provocó gran algarabía científica: la de los fueguinos del rincón más inhóspito del mundo, el Cabo de Hornos, específicamente de la isla L ‘Hermite, vecina de Navarino. Con ello, se repetía lo que ya el capitán inglés Robert Fitz Roy había hecho en 1830. Sólo que esa vez el destierro de a quienes se llamó “Jemmy Button”, “Fuegia Basket” (niña de 9 años), “Boat Memory” y “Cork Minster” –yámanas (o yaganes) también- se canjeó, según relata el capitán, por “un botón”, lo que está trágicamente impreso en un nombre. Aquella vez Fitz Roy, comisionado oficial de Su Majestad Británica y devoto cristiano, pretendía otra cosa: ver si era posible cristianizarlos y civilizarlos “a la inglesa”. “Boat Memory” murió de viruela apenas llegado a Inglaterra. Después de un par de años, y viendo que en tan corto tiempo había cumplido ese imposible objetivo, pues ya parecían unos perfectos caballeros, decidió retornarlos. Lo acompañó Darwin. Pero una vez llegados a sus tierras, traídos por el propio capitán, se sacaron sus vestimentas y se desnudaron al modo de sus parientes, ignoraron el inglés y volvieron a hablar su lengua.

El jardín de aclimatación del zoológico de París se había creado en 1859, destinado al estudio y conocimiento de animales y plantas exóticas. Pero en 1877 amplió su ámbito a ser también un lugar para la exhibición de salvajes. Allí fueron recluidos los nuestros. Ellos llegaron a principios de septiembre de 1881 al puerto de Le Havre e inmediatamente se les trasladó a dicho establecimiento, donde pasaron un corto período de cuarentena. De acuerdo a lo que escribe Philippe Revol –conservador de la Biblioteca del Muse de l’Homme- en el catálogo, un artículo de la época precisa que “un tal Waalen, pescador de focas y encontrado años después en Punta Arenas” fue el responsable de la captura. Se señala allí que habría entregado al gobierno de Chile “de 12.000 a 15.000 francos” en custodia por la repatriación del grupo después de haber recorrido las principales ciudades europeas. Revol asegura no tener más datos del tal Waalen, pero nosotros sí: Waalen fue el más conocido cazador de onas de una época en que los estancieros pagaban por ello a cambio de la entrega de sus orejas, muestra de la consumación del asesinato. Lo que no sabemos es si Waalen inició esta abominable práctica antes o si ofreció sus servicios luego de constatar lo fácil que resultó la captura de estas familias fueguinas encargadas. En todo caso, informa que el “agente de animales” Carl Hagenbeck habría recibido en el lugar a las familias para llevarlas en un barco de carga alemán a Francia. Hagenbeck era un tipo de fama, porque fue el principal proveedor, desde 1870 hasta principio del siglo XX, de animales y hombres exóticos para circos y zoos. Pero no sólo eso: además fue un empresario muy estimado por los científicos, pues les traía a casa los sujetos de estudio. Prueba de ello es que el destacado antropólogo alemán Virshow le rindió un homenaje “por haber traído una pareja de patagones (onas o selknam) en 1879”, asunto del que no tenemos más noticias.

El viaje del destierro enfermó a los salvajes. Manouvrier (otro antropólogo) escribió: “Ellos tenían en los brazos sendas pústulas que no los dejaban de inquietar (…) Toda esta desgracia los tenía tristes, ellos sufrían por sus pústulas y del crecimiento de sus ganglios de las axilas. No era fácil hacerlos reír, y Antonio El Feroz nos manifestó también una mañana su mal humor (…) Los fueguinos estaban totalmente desmoralizados. Los primeros días, que ellos no podían debutar, estaban apoyados contra un muro, sin que por un instante sus piernas dejaran de temblar”.

Así las cosas, a las dos semanas de llegados murió la más pequeña niña yámana (de dos años y medio) y el propio señalado deplora el no poder presentar en público –el 14 de noviembre de 1881-, a raíz de un curso de antropología física del zoo de Berlín, al grupo completo (ya sin la niña muerta, claro) pues estaban enfermas dos mujeres fueguinas, a quienes nominaron “Catherine” y “Pequeña Madre”. A los otros les pusieron “Antonio El Feroz”, “Henri”, “Lisa”, “Piskouna”, “El Capitán” y “Mujer del Capitán”. A los niños no les dieron denominación.


El Capitán, Mujer del Capitán (Piskouna) y su hijo
en el Jardín de Aclimatación de París.
Foto: Pierre Petit, septiembre 1881
Fototeca del Musée de l'Homme

Los más destacados hombres de ciencia ocuparon sus horas estudiándolos. El Boletín de la Sociedad de Antropología francesa, entre 1881 y 1884, publicó numerosos trabajos, incluyendo estudios de Denikery y del reputado Gustave Le Bon. Este último hizo importantes avances en la fotografía etnográfica (y en la fotografía en sí) utilizando a nuestros yámanas. Lo propio hizo el fotógrafo Pierre Petit.

En los momentos que llegaban a Europa los fueguinos, se preparaba para zarpar una gran expedición científica francesa al Cabo de Hornos, en el marco de la celebración del Año Polar Internacional. El viaje expedicionario y la presencia de estos desterrados dio motivo a varios debates, desde el ámbito científico, en donde se plantearon distintas posturas, incorporando el elemento moral como uno de tantos. Sobre todo porque, en muy cortos meses, ya habían caído muertos en Zurich otros cinco fueguinos (El Capitán, Henri, Catherine, Piskouna y Lisa). La misión científica hizo su viaje y construyó laboratorios en la isla Navarino, a orillas del Canal Beagle.

Algunas fotografías que también aparecen en este artículo corresponden a ellos: son los retratos de los parientes de los desterrados puestos en la cubierta del barco. Ignoramos si esta misión volvió con salvajes incluidos en su botín científico, que consideraba flora y fauna del lugar. Lo que sí sabemos gracias a Revol, es que años más tarde el doctor Haydes –que había formado parte de la expedición- volvió a la zona y encontró, profundamente deprimidos, a dos de los yámanas que habían sido desterrados. Su depresión derivaba de que los habían retornado a la Misión Anglicana de Ushuaia, en un territorio que no era el suyo, y se encontraban imposibilitados de volver a la isla donde vivían sus hermanos y parientes. Tras el destierro europeo, en donde había muerto el resto del grupo, volvían a un nuevo destierro.

En Patrimonio Cultural. Revista de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, Santiago, Primavera de 2001.

miércoles, febrero 27, 2008


La protección del libro


G. Willoughby Meade


"El literato Wu, de Ch'iang Ling, había insultado al mago Chang Ch'iShen. Seguro de que este procuraría vengarse, Wu pasó la noche levantado, leyendo a la luz de la lámpara, el sagrado Libro de las Transformaciones. De pronto se oyó un golpe de viento, que rodeaba la casa, y apareció en la puerta un guerrero, que lo amenazó con su lanza. Wu lo derribó con el libro. Al inclinarse para mirarlo, vio que no era más que una figura, recortada en papel. La guardó entre las hojas. Poco después entraron dos pequeños espíritus malignos, de cara negra y blandiendo hachas. También estos, cuando Wu los derribó con el libro, resultaron ser figuras de papel. Wu las guardó como a la primera. A medianoche, una mujer, llorando y gimiendo, llamó a la puerta.

-Soy la mujer de Chang -declaró-. Mi marido y mis hijos vinieron a atacarlo y usted los ha encerrado en su libro. Le suplico que los ponga en libertad.

-Ni sus hijos ni su marido están en mi libro -contestó Wu-. Solo tengo estas figuritas de papel.

-Sus almas están en esas figuras -dijo la mujer-. Si a la madrugada no han vuelto, sus cuerpos, que yacen en casa, no podrán revivir.

-¡Malditos magos! -gritó Wu-. ¿Qué merced pueden esperar? No pienso ponerlos en libertad. De lástima, le devolveré uno de sus hijos pero no pida más.

Le dio una de las figuras de la cara negra.

Al otro día supo que el mago y su hijo mayor habían muerto esta noche".